La Inmaculada y el Mayor de San Pablo.
- On 1 diciembre, 2015
Como todos sabéis, esta noche, con esta Cena Mayor estamos celebrando el día de la Inmaculada. Creo que es un momento adecuado para pediros un poco de imaginación. Y digo simplemente imaginación, no un esfuerzo de imaginación. Soy consciente de que agotado el día, celebrada nuestra misa, saciado el apetito y en los postres, es difícil pedir otra cosa que no sea la de conciliar el sueño. Cierto es, que siempre habrá algún noctívago paulino que desee prolongar la velada si no en un pasillo de nuestro Mayor, en algún local fuera del mismo, me consta.
Decía que no os iba a pedir esfuerzo alguno, ni tan siquiera para imaginar el futuro, que requiere cierta dosis de creatividad, ni para imaginar el presente, que resulta una imposibilidad, que más bien respondería a una intuición, a una experiencia, a una premonición de quien podríamos calificar de hombre afortunado o adivino. No, solo os pido lo más sencillo: recrear en la mente un pasado que aquí os describo.
En un frío mes de diciembre de 1951 el Colegio Mayor de San Pablo se preparaba para celebrar su primera Fiesta de la Inmaculada. Para nuestra sorpresa, en amarillentos y empolvados papeles de la época leemos: “Ese día se abrió con una alegre diana, en la que no faltó abundante pólvora”.
Realmente, ese año, la celebración de tan excelsa conmemoración no había durado unas horas tal y como estamos acostumbrados, ni un día, sino tres. Nuestro Mayor aún permanecía en obras en lo que era el extrarradio de la capital, los protocolegiales – que así se llamaba a los primeros residentes del Mayor- eran un muy reducido número de universitarios que paseaban por un edificio situado entre las calles del inventor del submarino y de un actor decimonónico y romántico llamado Julián Romea. Eran dos calles oscuras, sin vida, sin apenas transeúntes ni autobús o tranvía, porque ni la luz del alumbrado público llegaba ni el servicio municipal de transportes lo cubría con alguna línea; ni lo haría hasta la reiterada petición – con Sánchez Juliá al frente -de nuestro Patronato a la Alcaldía.
Pues en esa fría, oscura y solitaria noche del 7 de diciembre de 1951 comenzaron las celebraciones que los paulinos tenían reservadas para su Madre, para su Patrona. Imaginad esa noche tan oscura, fría y solitaria en la que pasadas las once, una procesión de medio centenar de antorchas desfiguran los contornos humanos, desdibujan sus rostros e inquietan a quien de lejos se atreve a intuir que aquel fenómeno extraño responde más a un hecho natural que sobrenatural. Si a ese transeúnte la curiosidad o la imprudencia, le hubiesen hecho aproximarse a tan peculiar estampa, impertérrito hubiese descubierto que, lejos de haberse acercado a una Santa Compaña urbana de penitentes almas perdidas, se hallaba ante la primera procesión de antorchas paulinas presidida y encabezada por la imagen resplandeciente de la Madre Inmaculada que aun hoy permanece en las estancias de nuestro Mayor.
Prosigue la crónica: la misa celebrada aquel 8 de diciembre revistió especial solemnidad, a ella asistieron los patronos y el Orfeón del Colegio que interpretó por primera vez el “Te Deum” de Perossi. Esa misma mañana, se disputaron pruebas deportivas, después se celebró una comida en la que grupos de colegiales entonaron canciones folklóricas y para finalizar, a las siete de la tarde, el gran académico José María Pemán pronunció una brillantísima disertación.
Pero ahí no acabó la cosa, al día siguiente, en acto solemne, D. Isidoro Martín, primer Director del San Pablo impuso la insignia a aquella primigenia promoción, pero no sin antes leer la Promesa colegial que hoy, sesenta y cinco años después, siguen recitando y recibiendo en forma de diploma los paulinos. Esa sesión terminó con unas palabras del entonces decano y más tarde Director del Mayor José María Sánchez Ventura, quien, en nombre de los colegiales, aceptó las responsabilidades que acababan de prometerse solemne y unánimemente.
Volvamos al inicio, ¿de dónde salió la abundante pólvora a la que precedió la alegre diana? Pues pólvora hubo… y los claustros del Mayor se llenaron de explosiones de cartuchos, de olor a azufre, carbón y negro humo. Un castizo respondería, que si es pólvora solo puede salir de un sitio: de Valencia. Valencianos o no, quienes conocemos los despertares castrenses sabemos que una corneta de mañana se la puede calificar de cualquier cosa menos de alegre, y del ruido del cañón o el procedente de una bocacha de arcabuz, menos aún. Pero aquel despertar sí fue festivo pese al susto, algunos protocolegiales apostados en los balcones del claustro tendieron líneas con las que, encendida la mecha, rompieron más de un sueño con el humeante petardeo.
Hoy estamos hablando de la celebración de un dogma muy español, es decir, una verdad absoluta profundamente enraizada en las tierras hispánicas, esas que no conocen límites ni fronteras. Si Nebrija señaló que el castellano era la lengua compañera de un Imperio, yelmo o morrión, armadura y espada, allí estaba su Madre Inmaculada. No en vano fue el estandarte de campaña de los reyes españoles, Fernando El Santo, Jaime I El Conquistador o del propio emperador Carlos V. Doce siglos tardó la Iglesia en reconocer aquello que los españoles afirmábamos públicamente desde la época visigoda, esto es, que nuestra Madre fue concebida sin pecado original. Entrado el siglo XVIII, el Papa Clemente la declarará patrona de España y en el XIX, con el decisivo empuje de devoción hispánico, el Papa Pio IX lo proclamará oficialmente. Y creedme, no es casualidad que la capilla de nuestro Mayor esté presidida por esta advocación, como tampoco lo es, que sea la patrona de los Propagandistas.
Pero sigamos echándole imaginación para recrear lo que fue un episodio de los muchos hermosos que nuestra historia nos dio. Si retrocedemos al siglo XVI, un siglo plagado de glorias propias de un pueblo grande y una nación orgullosa, podremos rememorar gustosamente el saber que España es la dueña del mundo. No nos cuesta pensar y sentir que como hoy sucede con los Estados Unidos, un día fuimos nosotros los dueños de medio mundo, con nosotros fue nuestra rica cultura, nuestra universal lengua y donde había un español armado el enemigo temblaba en contienda, pero sobre todo, con el bravo español iba la inquebrantable fe en la cruz.
Pues en esa España, en el contexto de la Guerra de los Ochenta Años, de la defensa de la catolicidad frente al protestantismo, los españoles nos embarcamos en sofocar el levantamiento holandés. Allí marchan nuestros mejores Tercios, cinco mil hombres al mando Francisco de Bobadilla, y allí va a suceder la más extraordinaria y emocionante historia de amor celestial. Tanto fue así, que el almirante holandés Holac llegó a pronunciar aquella famosa frase de “Tal parece que Dios es español al obrar contra nosotros tan grande milagro”. Es el conocido como milagro de Empel.
Nuestros Tercios de Flandes bloqueaban el río Mosa y Bobadilla tomaba posiciones en la isla de Bommel. Pero aquella maniobra resultó ser una trampa mortal al ser rodeado por una flota de cien buques flamencos que cañonearon los diques e inundaron la isla. La situación era desesperada y la rendición era única salida. El Tercio carece de alimentos, está acorralado, sin protección, enfangado y es blanco fácil y permanente de los barcos holandeses. La rendición es la única salida, y así la ofrece en condiciones honrosas el Almirante Holac. Bobadilla le responde: “Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya Hablaremos de capitulación después de muertos”.
El 7 de diciembre de 1585 los españoles esperan la ofensiva final. Todo está perdido. Bajo la luz de las antorchas, los soldados cavan su refugio, el que probablemente será su tumba. Es entonces cuando uno de ellos topa en el montículo de Empel con una tablilla flamenca pintada con la imagen de La Inmaculada. En ese momento, los ánimos se levantan y el Tercio, con sus cinco mil hombres encomienda su suerte a la Virgen, llevándola en procesión a una capilla. Bobadilla arenga al Tercio: ¡Soldados! El hambre y el frío nos llevan a la derrota, pero a Virgen Inmaculada viene a salvarnos. ¿Queréis que se quemen las banderas, se inutilice la artillería y que abordemos esta noche las galeras enemigas? ¡Si queremos!, fue la respuesta unánime de aquellos españoles.
Esa noche se produjo un hecho absolutamente insólito, imposible, incomprensible: las temperaturas se desplomaron y un viento glaciar congeló el río Mosa. El almirante holandés, consciente del peligro ordena la retirada a aguas más profundas, pero sus navíos quedan bloqueados por las gélidas aguas. Para el Tercio queda abierta la huida, pero lejos de eso, su bravura, su honra y el favor divino lo empujan al combate. Caminando sobre el ahora congelado río, los infantes españoles abordan las naves holandesas, derrotan al poderoso enemigo y toman más de dos mil prisioneros.
Desde entonces, nuestra Madre Inmaculada es Patrona de la Infantería. Actualmente, en el monte de Empel, en una capilla, junto a nuestra bandera, su imagen y una placa conmemorativa se recuerda una hazaña que tuvo menos de humana que de divina, si bien, solo un pueblo en su esencia católica fue capaz de concebirla.
Hasta aquí, dos historias abreviadas… de alegres mañanas, antorchas cristianas y pólvoras consagradas.
Muchas gracias y feliz noche de la Inmaculada.
José Manuel Varela Olea
Director Adjunto CMU San Pablo
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